Ernesto Felipe Fernández Molina, conocido popularmente como Tito Fernández y apodado "El Temucano", nació el 9 de diciembre de 1942 en la ciudad de Temuco, en el sur de Chile. Esta región, con sus vastos paisajes y su rica cultura mapuche, influenció profundamente su música y su visión del mundo.
Desde joven, Tito mostró un gran interés por la música folclórica y las costumbres de su tierra natal. A medida que crecía, se convirtió en un narrador hábil y un músico competente. En sus primeros años, trabajó en diversos trabajos para sostenerse, pero siempre estuvo acompañado de su guitarra y su voz melodiosa.
Hacia finales de los años 60, Tito comenzó a presentarse en pequeños escenarios y bares. En 1969, gracias al auge de la Nueva Canción Chilena, lanzó su primer disco, el cual recibía el nombre de "Las Últimas Composiciones". Este debut marcaba el comienzo de una prolífica carrera que duraría décadas.
A lo largo de la década de 1970, Tito Fernández continuó produciendo música que resonaba profundamente con el pueblo chileno. Temas como "La Carta" y "Me gusta el vino" se convirtieron en himnos populares, reflejando tanto sus habilidades de composición como su carisma interpretativo.
Su estilo musical, una fusión de folclor y trova, capturaba la esencia del alma chilena mientras comentaba sobre las luchas y alegrías cotidianas. Tito no solo era músico; también era poeta y
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El vendedor de diarios
que grita en mi ventana
tiene cinco hijos
que alegran sus mañanas,
que lo sacan, de un salto,
de su camastro pobre
y lo llevan, corriendo,
por las cuadras y cuadras.
El vendedor de diarios
que grita en mi ventana,
tiene una compañera
tan pura como el agua,
esa que cae, a veces,
a torrentes del cielo
para regar la espiga
que la patria desgrana.
También tiene una pena,
y es justo que la tenga,
es un hombre común
poco sabe de letras,
bajo su brazo el mundo
se pasea, en silencio,
pero él no lo conoce
porque no tiene tiempo.
Hay que ganarse el pan,
me dijo una mañana,
cuando le hablé de Chile,
de Chile, de la patria,
yo en pijama de seda,
él todo de mezclilla,
con un parche grandote
por ahí en la rodilla.
Perdone caballero, me dijo,
el mundo es una mierda
y una lágrima,
amarga de miseria,
le cayó de la cara,
brillante como joya,
empapando en un diario
el gordo de la polla.
Después se fue corriendo,
quizá porque no quiso
llorar ante un muchacho
que puede ser su hijo,
y me dejó pensando
en el río de sangre
que tiene que llorar el mundo
para matar el hambre.
El vendedor de diarios,
que grita en mi ventana,
es un hombre, un hombre,
¿Los demás? Casi nada.