Los Cadetes de Linares nacieron en la pequeña ciudad de Linares, Nuevo León, México. Corría la década de los 60, cuando dos talentosos músicos, Homero Guerrero y Lupe Tijerina, se unieron para formar una de las agrupaciones más icónicas del género norteño. Su sello distintivo siempre ha sido la combinación de guitarra, acordeón y bajo sexto, que juntos crean un sonido contundente y profundo.
Apenas iniciada su carrera, los Cadetes de Linares comenzaron a ganar popularidad local con sus primeras grabaciones. Uno de sus primeros éxitos fue “Los Dos Amigos”, una canción que narraba historias de la vida cotidiana y costumbres de su tierra natal. El reflejo de la cultura norteña en sus letras y el carisma de sus intérpretes pronto los catapultaron a un estatus icónico en el norte del país.
El grupo se consolidó gracias a su enérgica combinación de instrumentos y voces adoloridas que eran capaces de hacer vibrar hasta el corazón más duro. Las cantinas, fiestas patronales y rodeos se convirtieron en los escenarios perfectos para sus presentaciones. Su música se caracterizaba por contar historias de amor, desamor, corridos y anécdotas de la vida real, logrando conectar profundamente con sus seguidores.
A medida que los Cadetes de Linares ganaban popularidad, su influencia se extendió más allá de las fronteras de México, llegando a Estados Unidos y otros países de habla hispana. Temas como “El Palomito” y “Las Tres Tumbas” se convirtieron en auténticos himnos
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Caminos prohibidos
Por caminos prohibidos, a un amor vengo buscando
Pues una mujer casada, la calma me esta robando,
Aunque muera en el intento, mi suerte voy a rifarme
A todo vengo dispuesto, para esa joven llevarme
La culpa no tengo yo, que me haya gustado tanto
Su imagen traigo clavada, como cruz en camposanto
Por eso vengo a buscarla, pues sin verla ya no aguanto
Aunque yo se que es pecado, el desear mujer ajena
Esto no puedo evitarlo, por eso sufro esta pena
Quisiera yo ser el dueño, de sus lindos labios rojos
Pa’ cumplirle sus deseos, también todos sus antojos
Y quedarme prisionero, en la cárcel de sus ojos